domingo, 31 de enero de 2016

Algunas palabras para los años que vienen después de que haya muerto un padre

A Jaime Gonzalo,

a José Antonio Fideu, a Fernanda García,

a Manel Alonso y a José Antonio Cayuelas


  Alguna vez pude quererte como un hijo debe querer a un padre. Nadie me explicó cómo se hace tal cosa. Sentí vergüenza de que murieras de esa forma y que tuviera que mentirte para que de ti se alejara la tensión de la enfermedad. Puedo arreglármelas solo, ahora que sigo subsistiendo con el peso de la ausencia, no de la tuya, sino de alguien que se parece a ti.

  Y, sin embargo, me consuela esa clase de amenaza que no he confesado a nadie. En ese miedo, subyace el pago de una deuda por los momentos en los que no hice lo correcto contigo. Sobre la mesa, los dibujos de mis hijos insisten en recordarme que no has llegado a conocer a Iván ni a Manuel. He admitido que tu muerte ha sido el mayor de tus fracasos, pero otro ímpetu surge cuando admiro que yo estoy aquí porque, en algún momento, decidiste que tu vida habría de abandonar ese derrotero del egoísmo personal que tiene toda juventud y seguir la costumbre de tus ancestros, anodina, sin prisa, fija en un falsa alegría de que los hijos lo son todo.

  Pero era necesario que quizá tu muerte ocurriera para que estas palabras sencillamente manaran. Sin venganza, con la suficiente estima de dos personas que no terminaron de conocerse.

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