jueves, 27 de noviembre de 2014

Muere Lauren Bacall

Mi artículo en Mundiario sobre la diva de las películas de Hollywood con mejor literatura.


   Ha muerto Lauren Bacall. Y, sin embargo, hoy amanece en Cayo Largo.

   El malditismo en algún momento se apoderó de Lauren Bacall. El malditismo es esa forma de vivir al margen de las normas y Lauren Bacall, sin caer en los delirios ni en los excesos del star system hollywoodense, emprendió su carrera bajo el compromiso artístico e intelectual de directores y guionistas de toda una generación perdida, cuyo talento alimentó de la mejor literatura el cine americano.

   Lauren Bacall pertenecía a esa estirpe de actrices que, desde Carole Lombard hasta Bette Davis, había dotado a la interpretación de una severa impostura, encarnando personajes de una tensión dramática significativa, acorde a ese sustrato literario que cintas como Cayo Largo o El sueño eterno exigían. Su personalidad marcaba al personaje y, con esa mirada felina, embriagada por el aura de su propia fragilidad que, en ocasiones, se tornaba dura e indestructible como en Tener o no tener, la Bacall representaba a un arquetipo de mujer que se había hecho a sí misma en el desarraigo, administrando su talento en apariciones escuetas, pero de una trascendencia solo comparable a Joan Crawford. Había superado los prejuicios de toda una industria que, a finales de los cuarenta, ya buscaba modelos pin-up para su mejor cine: Ava Gardner, Kim Novak o esa estupenda Lana Turner.

   Pero la Bacall es más que todo eso. Su físico es el enmascaramiento de una voz cavernosa, espectral, de una pose estudiada para mirar al espectador con desafiante seducción. Tras esa frialdad consumada en cada movimiento, existe una invitación al ensueño, una provocación sutil que nos embelesa porque, en El sueño eterno, Vivian es esa mujer que escrutamos con intención para que nos revele todos sus secretos, pero nunca lo conseguimos, porque el juego de la Bacall es mostrar, a través de su interpretación sobria y contenida, todo lo que su cuerpo, portada del Harper´s Bazaar, le niega. Su físico hierático al mismo tiempo que infinitamente sensual es adictivo. Facciones marcadas, pero con un noble magnetismo que movían a personajes como la Flaca o la viuda Nora entre la candidez y un carácter voluble e instintivo.

   La Bacall fue esa joven judía del Bronx que se opuso a la caza de brujas junto a quien entonces era su marido y compañero en repartos memorables, Humphrey Bogart. Una actriz que, como la Hepburn, quiso rebelarse contra el pazguato conservadurismo de muchas productoras sin renunciar a su belleza angelicata en guiones que provenían de genios narrativos como Faulkner.

   No puedo imaginar la literatura de la Generación Perdida sin la presencia de la Bacall, como si su figura fuese esa invisible presencia que observo atravesando las lúgubres estancias que cita Chandler. Lúgubres estancias tras las que aguarda su Marlowe impasible. Lauran Bacall nos deja con ese desvelo que tanto nos inquieta. Las diosas también mueren. Pero ella nos ha prometido que se puede vivir siempre. En el sueño eterno. Y, por desgracia, aún no sé silbar, queridísima Lauren.

   Y, sin embargo, amanece todavía en Cayo Largo.

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