jueves, 27 de noviembre de 2014

Cuaderno de Nueva York, de José Hierro

Algunas de mis reflexiones en Mundiario sobre el poemario de José Hierro.


No podemos evitar la analogía entre el poemario de José Hierro y Poeta en Nueva York, de García Lorca. Sin embargo, son concepciones poéticas muy diferentes de un mismo espacio. La obra del granadino es una cosmovisión inspirada en el asombro del surrealismo para reflejar con extrema crudeza la desigualdad y el individualismo. Lorca se sumerge como un nómada que encuentra todas las incertidumbres en una ciudad que, aparentemente parece expresar los aciertos de la modernidad, pero su realidad obedece a una segregación racial y económica irreparables.

En el caso de la obra de José Hierro, Cuaderno de Nueva York (editado en Hiperión) existe también ese sobrecogimiento que se traduce en una denuncia de las desigualdades en una ciudad que es referente cultural y mediático para cualquier artista, pero existe también la fascinación por lo novedoso, por los códigos que renacen continuamente en ese flujo de comunicación signíca que eslóganes, carteles, luces, ropa y edificios generan sin cesar. Hierro siente el pálpito de esa confusa e inextricable red de interconexiones y se deja conducir a esa violencia sumisa del hombre anónimo, receptor pasivo, que es incapaz de elegir ante la fuerza de tantos mensajes externos: "La ciudad borbotea: las burbujas/ revientan en la superficie.../ esa vieja de piel de cuero requemado/ que increpa a las estrellas.../ el músico harapiento que arranca con dos palos/ sonidos de marimba o de vibráfono/ a una olla de cobre...el que golpea/ con las palmas de las manos,/ a la puerta del supermarket,/ embalajes vacíos en los que dormitaban/ ritmos feroces de la jungla..." (pág. 17).

A diferencia de Lorca, donde la ciudad se funde en su propio magma de fauna insólita y podredumbre, José Hierro funda la ciudad desde su experiencia de hombre que ha asimilado duras experiencias en su vida y contempla Nueva York desde la melancólica enfermedad que no es otra que la pereza, el hastío y una protesta soterrada contra esas nuevos inventos de la modernidad que surgen a cada paso que da y que ya no lo deslumbran con sus prodigios: "La geometría de Nueva York se arruga,/ se reblandece como una medusa,/ se curva, oscila, asciende, lo mismo que un tornado/ vertiginosa y salomónica./ ¿Qué, quién es esta sombra, este chicano/ que en español torpísimo, filtradas,/ aterciopeladas sus palabras por el humo de la marihuana/ susurra rencoroso, mirándome sin verme,/ "ellos me han robado el idioma?" (pág. 20).

Esa actitud escéptica se expresa con metáforas donde es inmediatamente reconocible el efecto de exasperación ante lo que imagina una vez que la ciudad le recuerda todo lo que ha vivido. Cada elemento de esa arquitectura es un estímulo que Hierro percibe como presagio del futuro o como revelación de un acontecimiento anterior que lo ha marcado definitivamente: "El friso de Nueva York es majestuoso y geométrico/ es ahora jungla. Se retuercen/ los bloques impasibles, lo mismo que serpientes, me rodean, me envuelven; nos envuelven./ Tomo en mis brazos a la desconocida./ Mañana habremos vuelto cada uno a su tierra."(pág. 41). De hecho, Cuaderno de Nueva York no recurre a una concepción espectral o carnavalizada de la ciudad, sino que la alusión a "cuaderno" en el título expresa que Nueva York es el pre-texto que motiva otros textos muchos más descarnados, afines al registro de Hierro en los que el humanismo, lo telúrico y el recuerdo de la muerte son inseparables.

La ciudad es una brecha por la que emana toda clase de sentimientos que nada tienen que ver con esa angustiosa concepción lorquiana, sino con una manera de escribir a propósito de su padre, de la muerte de los suyos, de la música que ha inspirado tantos de sus versos: "Bendito sea Dios porque inventó la cabra/ --la cabra que rifaba por los pueblos--/ mucho antes que Pablo Picasso,/ con barriga de cesto de mimbre y tetas como guantes de bronce". (pág. 114) El culturalismo que respira entre sus páginas con referencias a Bach, Mahler o Ezra Pound y a formas clásicas como el soneto le devuelven la fe en la escritura. Porque la escritura es una forma de resistir siempre ante las transformaciones de los espacios donde la hiperestimulación está destinada a que todo hombre muera consumiendo: "Desisto de adentrarme en su recinto,/ no tengo fuerzas para celebrar/ la melancólica liturgia de la separación./ Sólo deseo ya dormir, dormir, tal vez soñar ..." (pág. 126).

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