miércoles, 15 de octubre de 2014

La literatura es un trance, la literatura es evasión, la literatura es condena...


  Los griegos asociaron en algún momento el ejercicio de escribir al pharmakón, una cura, un trance, una estrategia, sin duda, para encontrar los orígenes de la materia y, en esa búsqueda, la serenidad de tanta incertidumbre cuando la realidad es perpleja y asombrosa.

  La lectura, como la escritura, regresa a esa inconsolable necesidad de imaginar más allá de nuestra experiencia, porque lo percibido, para sentirlo y asumirlo en su inabarcable plenitud, necesita ser nombrado, restituido nuevamente bajo otra apariencia. La máscara es el verdadero rostro de la realidad y nada puede corregir ese destino que nos ha permitido sumergirnos en páginas sobrecogedoras.

  La escritura es la distancia con otros hombres, la lucha contra uno mismo, lejos de la comunidad, para luego volver al refugio, a la tribu y delatar que no todo es tangible, sino que el hombre necesita la paradoja para sobrevivir, el estigma de la ficción para que la vida sea una vida consciente e inédita. Al final, todo lo que leemos, todo lo que escribimos, es una lucha de contrarios, una línea de fuego en el horizonte que, al traspasarla, nos entumece y nos aisla. Lo que se revela en los libros se alimenta del mundo porque no aceptemos el mundo ni nuestra fragilidad, y deseamos ser invulnerables, eternos, ser el otro en una galaxia imparable. Todo queda reducido en esa defensa de Jabès: "Desprenderme de los muros, liberarme del torno. Dejar que florezca mi sangre".

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