lunes, 29 de septiembre de 2014

Angeline Valentine, el látex, mi dedo sobre la almohada y la ópera Fidelio.

Angeline Valentine.

  Joder, me cago en Satanás, eso dije, mientras el dedo se retorcía sobre la almohada como una oruga feroz. Allí estabas, Angeline, con tu traje de látex y el cuchillo japonés. Querías que nuestra última fantasía tuviese un ligero aroma a Hostel. Dios, cómo odio esa película y todo comenzó, aún lo recuerdo, porque yo prefería Fidelio a los cuartetos de cuerda. Pero tú amabas demasiado la mística dimensión de Beethoven, el manejo de los silencios y el contrapunto. Y no soportabas que el músico excelente hubiese perdido tanto tiempo en una ópera que no superaba a ninguna de Mozart.

  El aro de humo, suspendido en la habitación, era el aura del fin de los tiempos, una metáfora de lo que sucedía en la calle. La huelga de ómnibus había puesto a la ciudad patas arriba y el pedido de consoladores y gomosos pináculos no había podido llegar hasta donde nosotros vivíamos. No era suficiente que el incienso, al aspirarlo, nos regalara su relato de ciervos incendiados y mujeres toro.  Querías que fluyera la sangre, que mi dolor fuese ópalo para tus labios. El incesante viento del norte te trastornó y yo caí en la trampa.

  La discusión sobre Beethoven, Angelina, me mostró una faceta que desconocía. Tu mirada se tornó abisal y los tatuajes de tu espalda se volvieron turbios, inasumibles para esa realidad lasciva y corrupta que yo había concebido para ti, ofreciéndote mi BMW y toda clase de juguetes penetrables. Qué ridículo hice. Mi dedo amputado ante mis ojos, un símbolo de la brevedad de mi virtuosismo fálico. De nada me servía pensar ahora en algunos versos de Juan Ramón.

  Carcajeabas y tu ombligo, raíz del árbol de Porfirio, era ese tercer ojo que me miraba con ansia de destrucción. Lo sé, Angelina, no era solamente tu ombligo, sino también tus preciosos intestinos, tus cervicales y esos salivados senos los que te conducían siempre a esa perdición, a que te arrastrases por el fango pensando que nadabas en leche de burra. Lo siento, pero mi dedo no es mi fin, es la prueba de que abandonarte ha sido lo mejor. De hecho, los conductores ya no están en huelga y las tiendas de adornos de Navidad han vuelto a abrir en la Plaza Iriarte. Beethoven también me estaría agradecido.

  Me voy a comprar insecticida y mayonesa. Abrazos.

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