jueves, 17 de julio de 2014

Cuando Kylie Minogue era mi inquilina y llamaba a la puerta de mi dormitorio

Mi artículo en Mundiario sobre la cantante australiana Kylie Minogue.


   Una diosa es poco. Lo que puedo decir de la Minogue no es suficiente; al final se cumplen las expectativas de la inefabilidad. No me ha pasado ni con la Plath. Porque Kylie es ese referente que necesitaba Warhol, un físico que está por encima de lo físico, un aura de superficialidad que define lo que más me atrae. Esas chonis con clase que quieren evolucionar con la ropa de Desigual y asistiendo a festivales de David Guetta.

 Aún la recuerdo una madrugada, dentro del televisor, cantando su Fever. Era extraordinariamente insustancial, inmaculada como una pequeña Madonna en un retablo añoso. Kylie, recién restaurada para la frivolidad de una música que entra por los oídos como una fanfarria militar y sale por el retrete. Descansada vida, la Minogue no es menos que la Spears o la Aguilera. Tiene ese punto de mujer cuarentona que sigue las dietas del Biomanán y se gasta un pastón en darse brillo al chasis. Y es esencial que aprendamos de esta diva que a mí me parece tan representativa de un Dios que premia la falta de talento, las facciones arias y unos labios celestes.

  Yo me enamoré de la Minogue y compré todos sus discos. Ahora solamente pienso que necesito lo intrascendente porque San Juan de la Cruz no es tan sensual ni tiene cuerpo de mujer. Y la cabra tira al monte. Ojalá la Minogue fuera tronista de Mujeres, Hombres y viceversa.

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