lunes, 20 de enero de 2014

Principio y fin de la soledad, de Ada Soriano

Alicante. Cátedra Arzobispo Loazes. Universidad de Alicante, 2011.


    La escritura (no es la primera vez que lo manifiesto) tiene una tendencia autodestructiva. Subsiste en la búsqueda de un lenguaje privado, capaz de comunicar sentimientos más allá de lo traducible, inconstantes e inaprensibles. Todas las veces que he conversado con Ada Soriano, junto a su esposo y gran amigo, José Luis Zerón, me ha transmitido sentimientos contradictorios; una aparente serenidad investida por una fragilidad física en un primer momento que, progresivamente, se iba tornando en una ansiosa forma de expresar sus inquietudes, sin matices, deseosa de expulsar con cada frase una angustia tenaz, apenas comunicable, que subyacía en su interior. 

    En su último poemario, Principio y fin de la soledad, esa fragilidad física, expresada en una solitaria meditación sin exposición al mundo exterior, salvo la que consiguen determinados símbolos (luna, viento, pájaro, estrellas, lluvia, noche o gato), y sumida en la determinación asfixiante de pertenecer a la realidad, inaugura, sin embargo, unos cantos que ansían todavía la luz, algunos resquicios de vivencias dichosas por las que merece la pena sobrevivir pese a las limitaciones de la propia escritura: “Aunque me sintáis encerrada/ deambulando perdida entre tanta estrechez/ debéis saber:/ que sólo una ventana,/ tan sólo una es suficiente/ para oxigenarme”. 

    Como manifiesta el personaje de Adrian en Doktor Faustus, de Thomas Mann, esa negación de la vida, la apropiación de fuerzas oscuras e indescriptibles que van minando los momentos felices, parecen, sin embargo, engendrar la materia lingüística con la que está hecho cualquier viviente orden de cosas, su apolínea expresión en el texto, la belleza formal de unos versos que admiten el naufragio del ser humano, la nostalgia como una pulsión destructiva, pero donde vibra también una emoción inmediata de plenitud que nos rescata finalmente de ese desamparo infinito: “Se ha instalado en mí una huella/ de la cual no puedo evadirme/ porque la humanidad y la fortaleza/ que de ti emanaban/ lograron que la soledad/ no fuese un comienzo azaroso/ sino un final, una victoria/ en la lucha por la vida”. 

    La sensación de acabamiento converge entonces con una resplandeciente iconografía y, en ese contraste, la inquietud ante los significados de las costumbres, ante los familiares ausentes, la existencia de los hijos, la contemplación de un paisaje boscoso, en ocasiones, en otras, lunar, transforman esa sensación de acabamiento en un canto elegiaco: “Hay quien quiere ser pez abisal/ para gozar la dicha de la profundidad./ Mar, mar o poema./ Estar ahí y no abarcarlo todo, tan sólo rozarlo sin descubrir su misterio./ Un cangrejo huye hacia la roca socavada,/ pero las manos de un niño intentan atraparlo”. 

    Imagino a Ada, ahora que conozco su nueva casa, frente al enorme ventanal que mira hacia los cañaverales y el matorral oscuro más allá de la estación. Imagino su quietud, sus ojos de lechuza, su pálido perfil, y después, esa tinta que traza signos en lo blanco, que re-escribe un mundo que necesariamente trasciende la realidad, pero que no deja de ser realidad, un conocimiento chamánico sobre la misma -diría hasta concluyente- y, con todo, inmerso en una profundidad insondable, intuible por una re-lectura de experiencias con las que coincidimos y de las que nos alejamos: “ Pero yo soy la duda/ y mi cabeza un hervidero,/ un enjambre de venas enraizadas./ Ante el temblor de mi conciencia/ giran las palabras,/ gimen con el rumor del viento/ y gritan con el azote de la tormenta”. 

    En su ensayo sobre el silencio, Xavier Audouard declara que “más vale percibir que ese más de palabra tiene otro nombre: se llama realidad. Ese más-de-palabra es igualmente un más-que-la-palabra que arroja a esta fuera de las matrices de la lingüística, en ese encuentro de lo imaginario y lo real –esto es la realidad- que espera siempre el rebasamiento de la palabra”. Nada es azaroso, nada puede ser azaroso en la escritura poética de Principio y fin de la soledad, cuando, después de tantos años, lo escrito explora márgenes del bien y del mal, cuando, después de todo, es inútil nombrar a las cosas por su nombre. Escribe Ada Soriano: “Me asomo a las palabras/ que brotan de mi pluma/ de tinta incendiada. / Después agarro las riendas/ y cabalgo hacia mi interior./ Afuera/ el fulgor de un relámpago/ rasga la noche./ No encuentro estrellas/ en el cielo enfurecido/ pero sí palabras rojas que mi papel retiene”. 

    Todo exorcismo necesita la liturgia, la ofrenda, el riguroso oficio de mutar la semántica de todas las palabras. En ese trance mismo, tan hipnótico y sugerente para el lector, subyace el deslinde entre lo racional y la visceralidad de los sentimientos, difícilmente expresables, y ahí es donde un poeta comienza a saber de su don chamánico según escribe cada verso (como en estas palabras de Ada Soriano: “El alba blanquea/ la oscuridad de mi insomnio. / En la quietud de la piedra/ se comprime el silencio./ Yo permanezco recostada/ abrazando a un niño inexistente”). 

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