domingo, 17 de noviembre de 2013

One day in september, de Simon Reeve

Reseña | Fuente: TonosDigital

    El psiquiatra Carlos Castilla del Pino define las conquistas técnicas y liberales del último siglo como estructuras anómicas donde la libertad de competencias determina una variedad de estrategias comunicativas que per se excluye los presupuestos morales de los diferentes códigos deontológicos. Inconscientemente, el sujeto no tiene ninguna posibilidad de elegir; su único horizonte de conocimiento es la propia perversión de los lenguajes con los que se ha adiestrado para sobrevivir. La determinación moral de esta tesis viene confirmada por la existencia de una bibliografía especializada en esta última década acerca de la manipulación informativa que ha legitimado muchas intervenciones militares al amparo de la semántica de palabras como “democracia”, convirtiendo los eufemismos en dogmas. Los estudios de Noam Chomsky, George Alex, Louise Richardson o E. S. Herman, por ejemplo, han contribuido a desvelar muchas de las estrategias de persuasión argumentativa de la política internacional americana y europea durante el oscurantista período geopolítico de la Guerra Fría.

    La gestión mediática del atentado de Munich en 1972 corrobora la impostura política y moral de unas estructuras administrativas que, con el fin de eludir cualquier lectura filonazi dentro de territorio alemán y, por consiguiente, cualquier implicación política y económica en un conflicto transgeneracional como el palestino-israelí, tergiversaron para los medios los contenidos de las diferentes operaciones de rescate, ralentizando, además, la administración de la información a los ciudadanos americanos y europeos.

   La obra de Simon Reeve, One day in September, contextualiza el secuestro de los once deportistas judíos dentro de una encrucijada política que desvela algunos de los tópicos más recurrentes en otras crisis internacionales, especialmente a partir de la Segunda Guerra Mundial. Era necesario ocultar, desde los informadores, los periodistas incrustados y desde la temporalización de las emisiones, la pésima gestión del rescate por falta de infraestructuras y por la poca fiabilidad de los datos que manejaba la policía alemana. Esta coyuntura conllevó el premeditado aislamiento de la crisis y la omisión de cualquier negociación internacional, especialmente, del Gobierno norteamericano, relativizando el riesgo que corrían los rehenes según avanzaban las horas. La evaluación de la situación del conflicto puso de relieve, desde el primer momento, la fallida actuación policial tras un diagnóstico erróneo del número de secuestradores y de las posibles estrategias conductuales de víctimas y verdugos. No lejos de esta serie de causalidades, hubo una voluntaria elisión de información precisa a los canales de noticias que desmintieron en sucesivas ocasiones el desenlace trágico de la crisis.

   Al margen de cualquier interpretación elegiaca que puede suponer la lectura de un memorándum de esta índole en sus primeros capítulos, el relato documental de Simon Reeve se torna en una crítica aguda contra el Gobierno israelí que, meses después, inicia, con total impunidad, una serie de atentados terroristas selectivos contra ideólogos, contactos logísticos y activistas vinculados al atentado de Munich. Bajo el auspicio americano, el Mossad tuvo la enfermiza voluntad de vengar a sus muertos, siendo, de por vida, un estigma cainita para el integrismo árabe.

    La negociación será ardua entre estos pueblos en un futuro, pero no hay otra solución política al conflicto palestino-israelí; insiste Simon Reeve. Quizá, los referentes son escasos a lo largo de la historia, pero, indudablemente, a un abandono progresivo de las armas ha de imponerse la inexorable pacificación de la pérdida y de la palabra por parte de los dos países. Quizá, nos abandonemos presumiblemente a la prosperidad de un determinismo ineficaz porque las realidades sociales son heterodoxas, sobre todo cuando bregan dos formas imperialistas de entender la evolución de las sociedades.

   El ensayo concluye con una interpelación a la cordura, con una paradójica reflexión que desentrañamos en la escritura de no pocos escritores árabes y judíos contemporáneos: la paz es necesariamente dolorosa.

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