jueves, 21 de noviembre de 2013

Las benévolas, de Jonathan Littell

Mi reseña en Letralia, Tierra de Letras, sobre Las benévolas, de Jonathan Littell.
Barcelona, RBA, 2007.

Reseña | Fuente: Letralia

    No es revelador que, en la primera página de una novela, la autobiografía de un verdugo nazi carezca de la compasión inevitable en la que han incurrido tantos títulos a lo largo de la literatura alemana desde finales de la década de los años treinta (Böhl, Grass, von Kleist, Jünger, por ejemplo).

    Aunque la voz del escritor francés Jonathan Littell presume de una constante aceptación estoica y satírica del exterminio a través de sus personajes, lejos de una sumisión moral a la condena capital del holocausto, la novela no sienta ningún precedente dentro de las confesiones iconoclastas que sobre la Segunda Guerra Mundial se han escrito, especialmente desde la desaforada atracción del expresionismo —desde la extrema crudeza descriptiva de lo que, con seguridad, ha estigmatizado para siempre el injustificado etnocentrismo de Occidente.

   Es cierto que, en literatura, ha sido ya un exceso la exposición moral y purgativa de las consecuencias sociopolíticas del holocausto judío y que arrastró consigo la revelación de que de nada sirven los presupuestos racionalistas y liberales de los discursos filosóficos, religiosos y éticos que encomió la Ilustración cuando la ira domina incluso el acicate del instinto de depredación, cuando la inteligencia justifica el acto genocida. En este caso, la derrota del asesino no significa el reconocimiento de su culpabilidad; este carácter reaccionario que ha alabado mediáticamente parte de la crítica periodística de nuestro país incide en el automatismo conductual de cualquier exterminador prototípico. Lo que queda es la necesaria introspección de esa identidad repetida en el ser humano y sobre la que Littell no profundiza como James o Dostoievsky.

   Las benévolas es el testimonio de un verdugo nazi al que el nihilismo ha ido corrompiendo psicológicamente, alejando con los años cualquier atisbo de remordimiento y arrepentimiento. Ahora, con la bendición de la sobriedad, el protagonista describe los últimos meses de campaña bélica en Stalingrado hasta la consumación de la rendición nazi en Berlín. Con la compasión no se sobrevive y, sobre esa losa, se justifica la vileza de los genocidios y la manipulación de los sentimientos pietistas se instrumenta para sobreponerse a cada atentado. La novela abre recurrentes horizontes de lectura sobre los que, por el contrario, pocas veces se reflexiona por su reveladora crudeza y quizá por la inminente apostasía a nuestra cultura tecnocrática e intelectual (aunque exista mucha bibliografía): todo ser humano es capaz de arremeter contra otro y contra sí mismo en la adversidad y la sensibilidad artística e intelectual en nada conmueven la pulsión homicida.

   No es extraño pensar que todo genocidio ha tenido la impronta del dogma filosófico y moral ajustado a una realidad cultural aparentemente inequívoca. El genocidio que describe el protagonista de la novela no es un meditado enclave conspirador contra la burguesía judía ni tampoco un inexorable acto irracional tras la demora de las victorias hitlerianas más significativas, sino más bien una apología de un odio interior congénito hacia lo que significa en un sentido holista y filosófico el hombre como especiación de la cultura, de lo racional y de lo confesional; una forma de protesta contra la propia esencia intelectual de ser hombre, contra la ortodoxia de la moral judeocristiana y su cumplimiento.

    Las benévolas es una denuncia subversiva a las falsas realidades tecnocráticas y culturales que nuestro último siglo ha construido bajo el amparo del elitismo intelectual, omitiendo que, pese al esfuerzo, nuestros sistemas políticos, religiosos y filosóficos sólo consiguen sublimar quizá la expresión más humana a la vez que aparentemente recóndita del ser: la voluntad del asesinato y la búsqueda del escenario de guerra como única posibilidad de supervivencia de la esperanza. Quizá sea la versión devastadora que preconiza el monólogo del protagonista, sin objeción a la vileza como forma de instauración de un nuevo orden, lo que le confiere realismo a ese escenario de guerra.

   Sin embargo, formalmente, la novela carece del repertorio técnico y compositivo necesario para mantener el ritmo de la atención y para considerar el texto como una trascendental apología de la irracionalidad y del pesimismo. La escueta descripción espacial en la mayor parte de los capítulos deja sin profundidad psicológica conductas y contenidos de los diálogos, la carencia de una polifonía en la constitución coral y operística de una experiencia colectiva tan traumática como ejemplifica cualquier guerra dista de importantes precedentes narrativos decimonónicos. A veces la truculencia de los asesinatos evita un debate riguroso moral mucho más complejo en el que a Littell no le interesa entrar para evitar la inefabilidad intuitiva de la capacidad autodestructiva del ser humano. Tan sólo la otea. El autor se queda en el efecto, en la fisiología del asesinato, en la argucia fácil de la conmoción que produce la frialdad del fusilamiento, por ejemplo. Lejos queda la semántica del origen de la ejecución y de la templanza ante las fosas.

   No obstante, se agradece la contextualización sociohistórica de las situaciones comunicativas de interlocutores y acciones, una documentación necesaria que justifica la única perspectiva psicológica y antropológica de sobrevivir a ras de la culpa y del recuerdo de la culpa después del paso del tiempo: la sátira del crimen como forma de conocimiento, de un conocimiento indudablemente despreciable que nos hace, sin embargo, humanos. Es la persistencia de la autocomplacencia única, la tan perseguida extinción del otro, no por una victoria terrenal o mesiánica, sino para saciar una necesidad más allá de lo instintivo.

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